Ha pasado mucho tiempo, tanto que apenas recuerdo tu rostro
bajo mi cansada memoria.
Créeme, sigo siendo aquel pequeño que un día desordenó las
piedras de la realidad para vivir un sueño. Muchas veces he pensado en
escribirte. No tiene mucho sentido hacerlo pero cada instante que mi corazón calla
las puertas del tuyo se cierran, yo no puedo aceptarlo.
Aquella esquina
siempre tuvo algo más que decir. Yo era muy crío y quizás el dolor era un
espacio placentero para encontrarnos el uno con el otro. Creo que la vida
ensayó contigo sus infinitas posibilidades y no es justo que nadie la juzgue.
Despertarme y ver tu foto es un regalo amable que mi niñez
me da cada mañana. A veces prefiero pensar que el cielo no es un invento de los
hombres y que el tiempo rescatará algún abrazo, cuando ya no importe el tiempo.
Ahora entiendo la necesidad de ser feliz. Me ha costado años
querer ser quién soy, a respetarme a mí mismo,
a aprender que el corazón puede que carezca de razón pero nunca se
equivoca.
Las palabras son un espacio público, da igual que se lean
desde muy lejos.
Estás muy vivo aunque el mundo diga que tus ojitos se cerraron.
Gracias por enseñarme a ser feliz.
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